lunes, 3 de diciembre de 2012

La dama desdentada del Abasto



             Buenos Aires esconde entre sus calles asfaltadas, sepulturas de adoquín, una cantidad inimaginable de escondrijos en los cuales refugiarse del mundanal ruido moderno. La poesía no está privada de esta gracia y uno puede encontrarse con ella a la vuelta de la esquina, o, más precisamente, a unas cuadras del antiguo mercado del Abasto, sobre la Avenida Corrientes.
         Una puerta de chapa despintada, maltrecha, oxidada, y con todas las características de una entrada poco seductora al ojo del turista, da la bienvenida a la medianoche, invita a inmiscuirse por el oscuro pasillo que deja oír ya las palabras desquiciadas de Urruspuru y sus versos cocainómanos y amantes de personajes que aman en rojo:

Un beso con sabor a cocaína
te pedí,
y me lo diste...

un beso largo
como la cerveza negra,
lúpulo amargo de la noche
te pedí
y con tus garras pintadas
como al óleo
me lo diste,
en rojo de cadmio y falso
(pero me lo diste).
[…]

            Sillas de oficina sin respaldo, bancos con cuerinas mutiladas y patas chirriantes, son el trono del espectador o del poeta oyente que espera su turno para escupir palabras frenéticas de un viernes por la noche. Al fondo y detrás de la barra, Zenón, el Andino, aguardando la llegada del solitario -por más acompañado esté- dispuesto al saludo amplio y ameno que confirma el arribo a la amarga boca de la dama desdentada del Abasto: la Maldita ginebra.

           Aquí la poesía, con lo que tiene de ave, abre sus alas y se lanza al abismo de las palabras que arrollan la razón y cobijan el alma del noctámbulo sentimental. Nadie –y si algunos, los menos, y con un criterio considerado aberrantemente inmoral dentro de esas cuatros paredes- acude con ánimos de matar el tiempo ni de sumar conocimientos literarios, sino por el hecho mismo de encontrarse en un igual de hombres en un acto fuera de sí, con la intención, a veces más, a veces menos evidente, de hallarse en un espacio de sensibilidad bacánica, intensa del instante presente*.

        Todos somos poetas en Maldita: Emma Vilches domina el micrófono abierto y persigue a los concurrentes en busca de palabras que expeler, luego, ella acompaña con sus versos a los escritores que desenvuelven el bollo de papel del bolsillo y se empeñan en leerlo con la ayuda de una lámpara desvencijada, la que está justo al lado de la cabeza de maniquí ochentoso que vigila a los espectadores. Al grito de un “¡Cállense, mierdas!”, Emma se transforma en la castradora de la juerga, del exceso y la desidia de los borrachos, y recompone la escena propia de un ciclo de poesía nunca bien ponderado. Luego, sus mariposas y sus poemas de noches de amor que no rozan la cursilería solo por el porte de quien recita y la entonación de poeta comprometida con la palabra.

             La destrucción forma parte del evento, y para ello, Raíz Negra se asoma al micrófono, misterioso detrás de su campera de cuero y su rostro severo dispuesto a recitar -bajo ninguna circunstancia a leer- las palabras que le brotan en el cambio y recambio, en la metamorfosis viviente del léxico de sus poesías:


AMAROMAR
Marea hedionda mi alma
mi amor ola
mi amor cala

Sol
tus ojos lejos
míos
alojados
...
Luna
tu aroma piélago
tu ausencia clara

A mar de sed
mis días caen
son brazos de ancla

Amara turbia mi alma
mi amor onda
mi amor alga

Trueno
tu beso ido
mío
encallado

Lluvia
tu hoy espuma
tu eco hoyado

Surco abisal
mis días sienten
son orejas de ancla

Marea negra el almario
mi solo luna
mi trueno lluvia

Hondura olvido
todo fondo
Recuerdo leva
casi nada

Amortecidamente
mis días náufragos
son pestañas de ancla.

              El juego a la muerte de la palabra cotidiana es poesía en el mismo momento en que niega su relación con el afuera, afuera de esa boca, de esas paredes malditas, ginebreras, en la que los caídos de la bohemia asoman sus alientos para llenar el aire y niegan la búsqueda racional del estudio de la palabra desde cualquiera de sus puntos de vista. "La poesía es negación de la sociedad”**. Este pequeño ensayo no tiene la intención de ser un mero e inútil registro antropológico, sino que está colmado por el interés de compartir la sensación, el efecto de la reverberación de la poesía maldita, emborrachada de ginebra en el anima de quien lo escribe.

  *Bataille, G., (2008), "De la edad de piedra a Jacques Prévert" en La felicidad, el erotismo y la literatura, Bs As. AH.
**Bataille, G., Op. Cit..

domingo, 21 de octubre de 2012

La jaula


Una de mis tías vende pollos. Por lo que podemos anunciar que tiene una pollería. Ahora, al  momento de nombrar su oficio, la primera palabra que asoma para llamarla es pollera. Pero no, un momento, polleras son las faldas que las mujeres usamos para vestirnos. Y aquí es donde una cadena casi interminable de relaciones y preguntas aplastan el intento de rotular el trabajo de mi tía. ¿Por qué polleras?, ¿las faldas se habrán utilizado para acostar a los pollos durante el trabajo de desplumarlos una vez degollados? Suena un tanto repugnante. ¿Somos quienes las usamos, unos pollos? Desde luego que no. ¿O lo son, quienes se esconden debajo de esas telas en los vientres de las empolleradas? (esto último, teniendo en cuenta el nombre de guardainfantes que ha tenido la vestimenta femenina en las asfixiantes modas de los siglos XVI y  XVII). Y no permito que piensen que esta reflexión es un mero juego de palabras; que bien cierto es que la etimología, la verdad de las palabras (etymos=verdad, logos=palabra, expresión), abofetea hasta al más aprensivo de la necesidad irreprochable de mantener vigentes nuestros conocimientos sobre las lenguas muertas, más vivas que el portuñol o el spaniglish. Y, si no, veamos: “pollera, del latín pollarius. Adj. que deriva de pullus, designado primero a las crías de los animales en general, y luego, a las de las aves, especialmente, a gallinas y gallos jóvenes.” Y continúa: “De allí derivó la palabra pollero o pollera para nombrar a todo lo relacionado con las aves, incluso a las jaulas de madera o mimbre en las que se las dejaba para que no se escapasen”. Ahora entiendo. Pueden decir, las mujeres, en la casa o en la cocina. Pues bien, entonces, era una buena forma de figurarlo: las mujeres, en sus  jaulas, quietitas, envueltas en alambre y con toda la parafernalia precisa para que no se notara su insipidez de estatuilla de jalea.
Claro que luego las estructuras se han quitado, el corsé se ha aflojado, las ballenitas han caído desde los balcones hacia el mar, y, las polleras, poco a poco, han sucumbido a su ley de jaulas, de cárceles de caderas y pubis ávidos de libertad. 

domingo, 7 de octubre de 2012

La Quintana (Parque Patricios)

No pretendo
encontrar melodía en las palabras
con que hagan un poco de ruido
fuera de esta cueva
crispada
es suficiente.
En estas hojas volteadas que
regalan renglones
donde descansar
donde dejar reposar
las letras lánguidas
sin ganas de hacerse entender.
Las letras grabadas
se estiran más y se apresuran en nacer
prematuras
crudas de razón y certidumbres.
La lapicera puja su tinta incontrolada
que brilla
y se opaca
al primer encuentro con el aire.
La veo adormecerse
regada sobre el papel marrón
de esta hoja
hecha de hojas de poesías
muertas
entre el engrudo reciclado
del verso.
No espero música en estas palabras
me basta su murmullo
entre el ruido
de las tazas de café
golpeando los platitos
besando las cucharas dobladizas
oxidadas.
Me basta esta hoja
recién ennegrecida
recién conquistada
de ruidos de luz.

La kinesis del narrador



Esa vieja coordinación de alma, ojo y mano (…) es la coordinación artesanal con que nos topamos siempre que el arte de narrar está en su elemento.
Walter Benjamin

Nada más eléctrico que la mirada intensa de quien nos habla. Hay, en sus ojos,  una capacidad recalcitrante de atravesarnos hasta sentir la puñalada en el pecho. El hombre no nos mira, la luz encandila su rostro y funde su horizonte en un manto blanco y brillante. Se retuerce en cada apretar de dientes y de letras: “…yo que soy un yeso, así, todo apretado, duro, siempre mirando a las chavalas con ojos de huevo frito, si soy un infeliz, les tengo miedo.” Contiene la respiración, apresura las palabras, aplastándolas unas a otras, mientras se ahoga en la ansiedad de contarlo todo, con muchos detalles, con pocas explicaciones.  

Esta es una pequeña escena de Alberto Laiseca con su cuento “La cabeza de mi padre”. Este es su arte, el de narrar, el de hacer suyas las palabras y expulsarlas ya con sutil parsimonia, ya con violenta desesperación. Disparan como balas no solo por su labios, sino por cada extremo de su cuerpo, por cada parte de su piel abrillantada de sudor. La frente se arruga, los ojos se cierran hasta hundirse en los huecos de su rostro, y se pierde y se halla en la comunión con lo narrado.

Hay quienes postulan que la necesidad del relato está en la sangre, determinada por la hormona de la narratina, cuestión que podemos confirmar mediante la existencia de relatos tan cotidianos como los chismes y los sueños (o el intento aventurero-fantástico de contarlos).  Y es que todos, también hacemos nuestros los sucesos de la vida, propios o ajenos, en los que nos encontramos, nos vemos reflejados o completamente distanciados, a los que interpretamos y, allá van, rodando por los oídos de quienes lo oyen generando una nueva escaramuza en sus mentes y en las de vaya uno a saber quién más.

El narrador no es solo un relato en boca de alguien, la simple palabra hecha sonido, sino que es la mismísima palabra hecha vida. El narrador es, en palabras de Benjamin, “el hombre que permite que las suaves llamas de su narración consuman por completo la mecha de su vida.” He aquí la relación artesanal que él encuentra en este vínculo narrador-narración. Es esta necesidad de incendiarse de palabras hasta expandir el fuego imposible de extinguir.