domingo, 21 de octubre de 2012

La jaula


Una de mis tías vende pollos. Por lo que podemos anunciar que tiene una pollería. Ahora, al  momento de nombrar su oficio, la primera palabra que asoma para llamarla es pollera. Pero no, un momento, polleras son las faldas que las mujeres usamos para vestirnos. Y aquí es donde una cadena casi interminable de relaciones y preguntas aplastan el intento de rotular el trabajo de mi tía. ¿Por qué polleras?, ¿las faldas se habrán utilizado para acostar a los pollos durante el trabajo de desplumarlos una vez degollados? Suena un tanto repugnante. ¿Somos quienes las usamos, unos pollos? Desde luego que no. ¿O lo son, quienes se esconden debajo de esas telas en los vientres de las empolleradas? (esto último, teniendo en cuenta el nombre de guardainfantes que ha tenido la vestimenta femenina en las asfixiantes modas de los siglos XVI y  XVII). Y no permito que piensen que esta reflexión es un mero juego de palabras; que bien cierto es que la etimología, la verdad de las palabras (etymos=verdad, logos=palabra, expresión), abofetea hasta al más aprensivo de la necesidad irreprochable de mantener vigentes nuestros conocimientos sobre las lenguas muertas, más vivas que el portuñol o el spaniglish. Y, si no, veamos: “pollera, del latín pollarius. Adj. que deriva de pullus, designado primero a las crías de los animales en general, y luego, a las de las aves, especialmente, a gallinas y gallos jóvenes.” Y continúa: “De allí derivó la palabra pollero o pollera para nombrar a todo lo relacionado con las aves, incluso a las jaulas de madera o mimbre en las que se las dejaba para que no se escapasen”. Ahora entiendo. Pueden decir, las mujeres, en la casa o en la cocina. Pues bien, entonces, era una buena forma de figurarlo: las mujeres, en sus  jaulas, quietitas, envueltas en alambre y con toda la parafernalia precisa para que no se notara su insipidez de estatuilla de jalea.
Claro que luego las estructuras se han quitado, el corsé se ha aflojado, las ballenitas han caído desde los balcones hacia el mar, y, las polleras, poco a poco, han sucumbido a su ley de jaulas, de cárceles de caderas y pubis ávidos de libertad. 

domingo, 7 de octubre de 2012

La Quintana (Parque Patricios)

No pretendo
encontrar melodía en las palabras
con que hagan un poco de ruido
fuera de esta cueva
crispada
es suficiente.
En estas hojas volteadas que
regalan renglones
donde descansar
donde dejar reposar
las letras lánguidas
sin ganas de hacerse entender.
Las letras grabadas
se estiran más y se apresuran en nacer
prematuras
crudas de razón y certidumbres.
La lapicera puja su tinta incontrolada
que brilla
y se opaca
al primer encuentro con el aire.
La veo adormecerse
regada sobre el papel marrón
de esta hoja
hecha de hojas de poesías
muertas
entre el engrudo reciclado
del verso.
No espero música en estas palabras
me basta su murmullo
entre el ruido
de las tazas de café
golpeando los platitos
besando las cucharas dobladizas
oxidadas.
Me basta esta hoja
recién ennegrecida
recién conquistada
de ruidos de luz.

La kinesis del narrador



Esa vieja coordinación de alma, ojo y mano (…) es la coordinación artesanal con que nos topamos siempre que el arte de narrar está en su elemento.
Walter Benjamin

Nada más eléctrico que la mirada intensa de quien nos habla. Hay, en sus ojos,  una capacidad recalcitrante de atravesarnos hasta sentir la puñalada en el pecho. El hombre no nos mira, la luz encandila su rostro y funde su horizonte en un manto blanco y brillante. Se retuerce en cada apretar de dientes y de letras: “…yo que soy un yeso, así, todo apretado, duro, siempre mirando a las chavalas con ojos de huevo frito, si soy un infeliz, les tengo miedo.” Contiene la respiración, apresura las palabras, aplastándolas unas a otras, mientras se ahoga en la ansiedad de contarlo todo, con muchos detalles, con pocas explicaciones.  

Esta es una pequeña escena de Alberto Laiseca con su cuento “La cabeza de mi padre”. Este es su arte, el de narrar, el de hacer suyas las palabras y expulsarlas ya con sutil parsimonia, ya con violenta desesperación. Disparan como balas no solo por su labios, sino por cada extremo de su cuerpo, por cada parte de su piel abrillantada de sudor. La frente se arruga, los ojos se cierran hasta hundirse en los huecos de su rostro, y se pierde y se halla en la comunión con lo narrado.

Hay quienes postulan que la necesidad del relato está en la sangre, determinada por la hormona de la narratina, cuestión que podemos confirmar mediante la existencia de relatos tan cotidianos como los chismes y los sueños (o el intento aventurero-fantástico de contarlos).  Y es que todos, también hacemos nuestros los sucesos de la vida, propios o ajenos, en los que nos encontramos, nos vemos reflejados o completamente distanciados, a los que interpretamos y, allá van, rodando por los oídos de quienes lo oyen generando una nueva escaramuza en sus mentes y en las de vaya uno a saber quién más.

El narrador no es solo un relato en boca de alguien, la simple palabra hecha sonido, sino que es la mismísima palabra hecha vida. El narrador es, en palabras de Benjamin, “el hombre que permite que las suaves llamas de su narración consuman por completo la mecha de su vida.” He aquí la relación artesanal que él encuentra en este vínculo narrador-narración. Es esta necesidad de incendiarse de palabras hasta expandir el fuego imposible de extinguir.


Caseros

La risa molesta


del sarcasmo que me explulsa.


No es mi llana intención de pelear
ni de separar las cabezas de sus cuerpos.
Quiero gritar
y callo
aullando en el centro
de mi estómago
que centrifuga el rencor
a la hora de la cena.


Cada hoja de espinaca
se enjuga en el agua
como sus ideas
en la cloaca
que intentan negar
con velas y aromas mediocres.


Ya comienza el show del frac
y el jazz nunca antes oído, o
lo que es peor,
nunca mejor disfrutado.


Ya se encienden las luces
y se corren las telarañas
teloneras
de la función
mal pagada,
improvisada
en el momentoo de la náusea
frente al espejo
empañado
del baño sin ventanas.


Busco una ventana.

Intermission. 1928. René Magritte