Esa vieja coordinación de alma, ojo y mano
(…) es la coordinación artesanal con que nos topamos siempre que el arte de
narrar está en su elemento.
Walter Benjamin
Nada más eléctrico que la mirada
intensa de quien nos habla. Hay, en sus ojos,
una capacidad recalcitrante de atravesarnos hasta sentir la puñalada en
el pecho. El hombre no nos mira, la luz encandila su rostro y funde su
horizonte en un manto blanco y brillante. Se retuerce en cada apretar de
dientes y de letras: “…yo que soy un yeso, así, todo apretado, duro, siempre
mirando a las chavalas con ojos de huevo frito, si soy un infeliz, les tengo
miedo.” Contiene la respiración, apresura las palabras, aplastándolas unas a
otras, mientras se ahoga en la ansiedad de contarlo todo, con muchos detalles,
con pocas explicaciones.
Esta es una pequeña escena de Alberto
Laiseca con su cuento “La cabeza de mi padre”. Este es su arte, el de narrar,
el de hacer suyas las palabras y expulsarlas ya con sutil parsimonia, ya con violenta
desesperación. Disparan como balas no solo por su labios, sino por cada extremo
de su cuerpo, por cada parte de su piel abrillantada de sudor. La frente se
arruga, los ojos se cierran hasta hundirse en los huecos de su rostro, y se
pierde y se halla en la comunión con lo narrado.
Hay quienes postulan que la necesidad
del relato está en la sangre, determinada por la hormona de la narratina,
cuestión que podemos confirmar mediante la existencia de relatos tan cotidianos
como los chismes y los sueños (o el intento aventurero-fantástico de contarlos). Y es que todos, también hacemos nuestros los
sucesos de la vida, propios o ajenos, en los que nos encontramos, nos vemos
reflejados o completamente distanciados, a los que interpretamos y, allá van,
rodando por los oídos de quienes lo oyen generando una nueva escaramuza en sus
mentes y en las de vaya uno a saber quién más.
El narrador no es solo un relato en
boca de alguien, la simple palabra hecha sonido, sino que es la mismísima
palabra hecha vida. El narrador es, en palabras de Benjamin, “el hombre que
permite que las suaves llamas de su narración consuman por completo la mecha de
su vida.” He aquí la relación artesanal que él encuentra en este vínculo
narrador-narración. Es esta necesidad de incendiarse de palabras hasta expandir
el fuego imposible de extinguir.
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